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Fille Colonisée: una historia por Short Latina

Escrito por Short Latina Esta historia ha sido traducida y grabada en ingles. Después del sonar de la campana, camino hacia el restaurante apretujado entre dos boutiques vacías y lujosas.…

Imagen de portada: una ilustración de una mesa pequeña con una silla blanca. Un lino de color lechoso cubre sobre la mesa con una orquídea púrpura en un jarrón de vidrio por encima. La ilustración está colocada sobre un fondo negro texturizado. Ilustración de Damiane Nickles.
Imagen de portada: una ilustración de una mesa pequeña con una silla blanca. Un lino de color lechoso cubre sobre la mesa con una orquídea púrpura en un jarrón de vidrio por encima. La ilustración está colocada sobre un fondo negro texturizado. Ilustración de Damiane Nickles.

Escrito por Short Latina

Esta historia ha sido traducida y grabada en ingles.

Después del sonar de la campana, camino hacia el restaurante apretujado entre dos boutiques vacías y lujosas. Todos los días, espero que mi padre termine su turno. Cuando no hay mucha gente, jalo la manija dorada de la impenetrable y elegante puerta de entrada con vitrales y entro. El maître d’ trabajando hoy me conoce y saludo mientras entro sigilosamente por delante para evitar toparme con ratas gigantes en el callejón. Sé que debo ir directamente arriba y no buscar a mi padre. Cruzo el bar y entro en una elegante y amplia sala llena de sofás y mesas bajas de bambú. Están rodeadas de palmeras que visten todo el restaurante. Me siento entre los cojines de raso dejando el invierno de Chicago y siento el cálido aire vietnamita. Escucho el croar de las ranas y el canto de los grillos. Sé mantenerme discreta para no hacer ningún sonido y evitar cualquier peligro. Soy como una pequeña saola invisible, silenciosa.

Esparzo mis libros sobre las mesas y empiezo con mi tarea. Reviso biología y leo un capítulo de mi libro de Historia Estadounidense de séptimo grado. No entiendo por qué Estados Unidos está tan orgulloso de todas las guerras que han ganado, pero hago todo lo posible para evitar el álgebra. Tratar de entender cómo las letras y los números conviven en armonía es algo que no puedo aceptar. Intento concentrarme mientras descanso cómodamente en un lujoso sofá verde, preguntándome sobre su origen. Las mesas han sido probablemente encontradas en algún lugar del Oriente. Me imagino cómo llegó todo aquí, más legalmente que yo. Con más derecho a ser mantenido a salvo, limpio y atesorado. De alguna manera, mi vida es más prescindible que estas decoraciones extranjeras.

El personal del restaurante siempre me trae comida cuando mi padre está ocupado. Puedo comer los rollos de primavera con hojas de menta y albahaca asiática que alguien devolvió o el helado de mango que alguien rechazó. Si Mama Chef está aquí, estoy de suerte y consigo mi arroz favorito, frito con pollo y un tazón pequeño de phở. Cada vez que mi padre tiene un descanso, me viene a ver y me trae mi refresco de arándanos con tres cerezas al marrasquino. Espero hasta que se ponga el sol, aquí se pone temprano durante los meses de invierno. Han pasado tres años desde que llegamos y todavía no puedo acostumbrarme a los cortos días de Chicago. No hay nada más que hacer más que tener frío, comer y mirar televisión, pero me encanta la televisión estadounidense.

Usualmente, a las 4 de la tarde, mi padre viene a llevarme a casa antes que comience el turno de la cena. Hoy es distinto a los otros días. Esta vez mi papá ha tardado más y me he quedado dormida. Sube para despertarme, me dice que me siente y escuche. Dice: “Un ratito más, tenemos que quedarnos un poco más”. Suspiro sabiendo que esto significa pasada la medianoche. Él responde con gracia para silenciar mi queja malcriada, “Pero, puedes cenar abajo”. Me froto los ojos como para comprobar lo que he oído. Nunca antes había cenado ni comido nada en el piso de abajo. Me pregunto si está permitido, si se meterá en problemas. Sonríe mientras lee mis pensamientos y dice: “es okay”.

La anfitriona me lleva al piso de abajo y dejo mis libros. Miro por encima de mi hombro, extrañando la comodidad y la seguridad de la sala. Me dirige a una pequeña mesa para dos, cerca de las amplias ventanas con molduras negras que dan a Rush Street. Hay  manteles color leche sobre cada mesa que anuncian elegancia y una orquídea púrpura en un jarrón de vidrio confirmando el estatus. Me siento y lo asimilo todo. Las luces son tenues y una sola vela de té está encendida solo para mí. Miro a mi padre con ansiedad, él dice: “Te voy a traer comida”, sabiendo bien que estoy a salvo comiendo algo entre dulce y picante.

Imagen: La ilustración es un bol de phở visto de arriba, arroz frito con pollo y refresco de arándano. Solo la parte superior de los elementos está enfocada sobre un fondo negro texturizado. El bol de phở en la esquina superior izquierda tiene fideos blancos y formas abstractas de color verde y rosa claro. En el medio de la ilustración, el bol de arroz frito con pollo tiene pequeños granos blancos, pequeños puntos verdes y rojos y formas abstractas color rosa claro. Tres cerezas al marrasquino flotan en la parte superior del refresco de arándano rojo intenso en primer plano. Ilustración de Damiane Nickles.
Imagen: La ilustración es un bol de phở visto de arriba, arroz frito con pollo y refresco de arándano. Solo la parte superior de los elementos está enfocada sobre un fondo negro texturizado. El bol de phở en la esquina superior izquierda tiene fideos blancos y formas abstractas de color verde y rosa claro. En el medio de la ilustración, el bol de arroz frito con pollo tiene pequeños granos blancos, pequeños puntos verdes y rojos y formas abstractas color rosa claro. Tres cerezas al marrasquino flotan en la parte superior del refresco de arándano rojo intenso en primer plano. Ilustración de Damiane Nickles.

Mientras espero por mi refugio, empiezo a notar los pequeños detalles de dónde me encuentro, un mundo extraño de formalidad y riqueza. Mujeres y hombres entrando con sus visones y pieles, abrigos largos, oscuros y guantes de cuero, entregándoselos a la educada encargada de los abrigos como si fueran trapos comunes. Noto mis jeans y el desgarro donde mi rodilla llega a su punto máximo. Siento que mi camisa de poliéster y su bajo precio me pica la espalda. No se puede comparar con los suéteres de cachemir colocados suavemente sobre sus cuerpos o con las faldas de seda que fluyen mientras se mueven por la habitación. Veo zapatos lustrados. Escucho tacones golpeando el piso de bambú. Sonando como un Haiku. No puedo hacer nada más que esconder mis zapatos manchados de sal debajo de la mesa avergonzada. Pensando, “¡Qué vergüenza!”

Mi ansiedad y el pánico al sentir que no pertenezco, comienzan a filtrarse y hervir sobre mí. Empiezo a sentir el calor subir desde mi corazón a mis mejillas y la desesperación por irme se intensifica. Primero, creo que sería mejor volver corriendo al segundo piso para evitar vergüenza. Me preocupa que me llamen y me expulsen una vez que se den cuenta que he invadido su mundo. Esto me hace pensar en mi tarea de historia sobre la colonización. Me doy cuenta que las mesas han cambiado, puedo sentarme aquí y observarlos. Mi curiosidad vence mis miedos. Aún así, los observo con cautela desde una distancia segura mientras estudio este mundo desconocido. Tomo notas con envidia, observando cada uno de sus movimientos y sonidos. Sus voces y risas son diferentes a las mías. Trato de captar los conceptos, lentamente, ya que su lenguaje se me pierde. Solo puedo escuchar el tintineo de vasos seguido de risas. Hay un constante vertido del vino y elegantes cócteles que vienen sin cesar de cada mesa, otra vez, seguidos por el tintineo de vasos y risas. Concluyo que es un ritual de aceptación.


Mi padre llega con comida, pero esta vez no resulta familiar. No es como cuando me sirve comida en casa o incluso arriba en la sala. Lo deja sobre la mesa, colocando su mano izquierda detrás de su espalda, casi haciendo una reverencia. Él juega su papel de ayudante de mesero conmigo y me explica el contenido del plato que tengo enfrente. No me trata de forma distinta a los demás clientes. Me guiña un ojo y me deja con platos desmerecidos. Me doy cuenta de que es la primera vez que veo a mi padre trabajar en el restaurante. Siempre supe que trabajaba como ayudante de mesero en el restaurante y estudiaba la lista de vinos todas las noches para convertirse en mozo. Sólo ahora, veo por primera vez, cómo sirve a todos. Camina con un paso rápido y elegante, bailando el vals por el piso con una gran bandeja llena de comida, colocando cada artículo con la misma elegancia. Se comporta como si fueran de la realeza y él, su sujeto. Les habla con reverencia, limita el contacto visual y se inclina ante todos con un respeto temeroso del poder que sabe que tienen sobre él esta noche, y esta noche, eso me incluye a mí. Soy su hija, pero me siento desmerecida. Me pregunto si es necesario que cada persona actúe de manera tan distinta entre sí. ¿Por qué un servidor tiene que actuar tan de cerca a un sirviente? ¿Por qué mi padre tolera esto? Me doy cuenta de que tiene que fingir todos los días. Me pregunto si alguien es grosero alguna vez, si lo regañan como a un niño. Estos pensamientos me enfurecen. Me hacen sentir menos por asociación. Él es mi padre, él es su servidor y yo soy su hija. Me pregunto qué significa esto, si debo servirles también.

Veo a mi padre sirviéndoles e inclinándose ante ellos. Constantemente diciendo “Señor” y “Señora”. Veo a un hombre llamándolo como si fuera el amo momentáneo de mi padre. Mi padre coloca plato tras plato en su mesa. Escucho sus “oohs” y sus “aahs” mientras mi padre les explica el exotismo de su plato. Da a conocer la presencia del chile ojo de pájaro, la importancia de la lima, explica el fruto del lichi en su bebida, confirma la frescura del cangrejo en su ensalada y resalta las especias importadas que hacen que cada plato sea único. Es la misma comida que he comido antes y sé bien a qué sabe cada plato. Encuentro divertida esta noción. Me doy cuenta de que creen que son los únicos que pueden darse el lujo de complacer su paladar con lo que sé que es otra cocina robada. Un arte sacado de las cocinas de las mamás vietnamitas, ahora vendido por un hombre blanco a quienes codician  cultura. Sigo viendo como mi padre atiende todas sus necesidades. Una mujer exige su agua sin hielo porque le duelen los dientes nacarados. Escucho a un hombre hablando lentamente con mi padre para asegurarse de que alguien llamado Willet le prepare la bebida. Veo a mi padre recogiendo sus platos, limpiando después de ellos. En casa no puedo levantarme de la mesa hasta que la limpie por mi cuenta. Ahora, me doy cuenta de por qué y ya no me molesta esta tarea. Mi padre, mi héroe y maestro, el biólogo que presencié enseñando mitosis y ósmosis, ahora su peón. Ahora disculpándose constantemente, corriendo obedientemente hacia ellos y aceptando su propina como su único agradecimiento. Mi mirada intensa hace que mi padre se dé la vuelta. Visita mi mesita después de tomar la orden  de otra persona y me pregunta: “¿Quieres algo más?” levantando las cejas con picardía. Encojo los hombros tratando de evitar hacer más demandas. Él asiente y me deja una vez más.

Poco después de que mi padre se marchara de mi mesa, comencé a ser tratada como una princesa. Me ofrecen un manjar tras otro. Cada miembro del personal trae un regalo a mi mesa como si sus familias estuvieran sentadas conmigo. En mi privilegio actual, disfruto y saboreo todos los postres que llegan a mi mesa. Cierro los ojos y le doy un mordisco a la natilla de frambuesa con centro de chocolate cubierto de ganache de chocolate negro y me estremezco en su deleite. Rompo el cristal de azúcar   perfectamente dorado del crème brûlée con mi cuchara y descubro un perfecto relleno suave. Tomo cada bocado como si fuese el último. Agradezco a todos los que me traen delicias y ya no me siento indigna. Empiezo a sentirme especial, su esperanza por mi placer me llena. Saboreo su arduo trabajo en cada bocado. Admiro cómo sus hábiles manos elaboraron cada plato. Bebo mi último Martini de mango sin alcohol y me deleito en el agradecimiento que se me ha otorgado.

El restaurante está casi vacío. Retiran sus abrigos, sus guantes, cargan sus carteras de cuero y se van. Me imagino por un momento cómo serán sus casas, si alguien los recibe en la puerta y les sigue sirviendo. Los imagino llegando a una gran casa llena de lujosos muebles, alfombras importadas que cubren los pisos y candelabros de cristal que cuelgan de sus altos techos. Pero no sé qué les pasa después de dejar una propina para que la recoja mi padre. Me pregunto si son felices con todo lo que tienen y si se van a casa con alguien que aman, si son buenas personas, si se preocupan por los suyos. No sé. Las luces comienzan a iluminar el restaurante, destruyen la intimidad de mi mente y vuelvo a la realidad. Veo que el personal termina de limpiar las mesas, reemplaza los manteles manchados y vuelve a colocarlo todo para el día siguiente.


Mi padre se une a mí, tiene puestos sus jeans y su chaqueta ligera. Carga mi mochila y la suya sobre su hombro. Me entrega mi chaqueta y ofrece ponérmela. Rechazo su ayuda y lo hago yo misma. Salimos del restaurante por la puerta principal. Al cruzar la calle mi padre me pregunta: “¿Te gustó la cena?” Asiento con la cabeza en silencio esperando que mis pensamientos reales no se escapen, aparto la mirada para que mis ojos no me traicionen. Entonces mi padre me dice algo que calma mi alma adolorida, “Es todo para ti”. ¿Qué es “el todo” que dice ser para mí? Intento pensar, pero tenemos que cruzar la calle y comenzamos a correr cuando vemos el autobús acercándose a lo lejos. Mientras corremos, el viento ártico me quema la cara y las plumas comienzan a llenar el cielo. Toma mi mano para ayudarme a correr más rápido. Mis pasos se convierten en brincos y, finalmente, en saltos. Tomamos el autobús, tratamos de respirar y reír al mismo tiempo, celebrando nuestra victoria. Surfeando el autobús que pasa por baches, me dirijo a buscar un asiento. Veo otros hombres y mujeres sentados entre nosotros. Veo sus ojos pesados, algunos con la cabeza inclinada luchando contra el sueño. Creo que también son mamás y papás. Me pregunto qué trabajo hacen y para quién trabajan, no lo hacen para sus jefes, ni para los que sirven, sino para quienes aman.


Imagen de portada: una ilustración de una mesa pequeña con una silla blanca. Un lino de color lechoso cubre sobre la mesa con una orquídea púrpura en un jarrón de vidrio por encima. La ilustración está colocada sobre un fondo negro texturizado. Ilustración de Damiane Nickles.


¿Por qué Short Latina?

El anonimato de mi trabajo es el control que tengo sobre mi identidad. Es producto de mi condición de inmigrante en este país y en un principio, la vergüenza y el dolor que llevaron mis historias. El nombre Short Latina nació de mi amor por los cuentos y Latina de la incapacidad de identificarme completamente como mexicana o estadounidense. Mis primeros trabajos y publicaciones de blog se pueden encontrar en shortlatinastories.com

Grabaciones proporcionadas por Short Latina

Traducción al español proporcionada por Natalia Villanueva Linares

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